Alejandro Urdapilleta

Alejandro Urdapilleta nació en Montevideo, Uruguay, el 10 de marzo de 1954. Fue el segundo hijo varón de un matrimonio argentino, su padre era militar y su madre ama de casa. Su padre se encontraba exiliado en el país hermano por participar en el levantamiento contra la primera presidencia de Juan Domingo Perón. De regreso a Argentina, durante su adolescencia, se instaló junto a su familia en Martínez, donde estudió en el colegio San Agustín. Sin embargo, luego de ver una función en el teatro ABC, en cuarto año dejó los estudios y decidió tomar clases de actuación con Martín Adjemian, su primer maestro. Unos años más tarde continuaría su formación con el reconocido Augusto Fernandes.


A los 22 años, cuando su padre Fernando era gobernador de la provincia de Jujuy, Urdapilleta se fue a vivir a Europa. Allí se desenvolvió en las más disímiles tareas como forma de subsistencia. “Fui ayudante de mayordomo en la residencia del embajador italiano en Londres. El mejor personaje que hice en mi vida. Había que usar zapatos negros y yo tenía de esos mocasines baratos, con la suela despegada, entonces iba con la bandeja y a veces chancleteaba y se me escapaba un camarón. Me divertía mucho”, contó el actor en una entrevista. De todos modos, su estadía en el Viejo Continente fue poco feliz. Luego de un tiempo vendiendo muñequitos rellenos de arroz en las plazas de Sevilla y Madrid, el actor regresó a la Argentina para vivir los últimos dos años de la dictadura, contra la cual, más tarde, reaccionaría desde algunos célebres textos y monólogos.


En Buenos Aires, comenzó a involucrarse con el teatro under, movimiento que resurgió con mayor fuerza al retorno de la democracia. Entró en contacto con varios actores de ese ámbito, como Batato Barea y Humberto Tortonese. Las puestas en escena y los temas que desarrollaban como grupo se caracterizaron por la transgresión y el desborde, empujando los límites del teatro tradicional. Sus presentaciones, tanto individuales como grupales, solían darse en conocidos espacios del under, como el Parakultural (+ información), ubicado, por ese entonces, en la calle Venezuela 336, en el barrio de San Telmo.  Y también hacía presentaciones en el Centro Cultural Rojas, ubicado en Av. Corrientes 2038 del barrio de Balvanera.


En casi todas las entrevistas se encargó de renegar de la actuación y sus efectos. “No soy actor, no quiero recibir premios, no quiero que me conozcan, no quiero que me vean. Ando invisible por la calle, me convenzo de que no me conoce nadie. Odio la fama, es un mal actual. Soy actor solamente arriba del escenario, abajo soy una persona como cualquier otra. Y quiero serlo. No me sale, pero quiero”, expresaba. Sin embargo, esta idea cambió cuando apareció el Parakultural. En este espacio, los actores Omar Viola y Horacio Gabin lo alquilaron en principio como sala de ensayo. Allí se reunían a ensayar cada noche varios artistas, hasta que un día aquel grupo decidió abrir el espacio al público, lo que dio comienzo a una larga temporada de trasnoches de teatro, música (tocaron los entonces under Sumo y Los Violadores, entre otras bandas) y artes plásticas. Allí, Urdapilleta conoció a Batato Barea y a Humberto Tortonese, con quienes formaría un trío inolvidable. “Quise ser actor cuando apareció el Parakultural”, llegó a reconocer más tarde.


Entre sus obras más recordadas de esa época se encuentran “Las fabricantes de tortas” (escrita en 1989 y ganadora del premio de la Primera Bienal de Arte Joven) y “La Carancha, una dama sin límites”, pieza que hizo junto a Tortonese y Barea, y que parodiaba la vida de María Julia Alsogaray. También “La Mamaní” y “La Luna”, dos obras que integran la antología “Vagones transportan humo” (Adriana Hidalgo, 2008), su primer libro, que reúne textos escritos por el actor para ser llevados a escena por él mismo u otros intérpretes. En todos estos textos, Urdapilleta sacaba para afuera todo lo que otros escritores prefirieron guardarse durante la naciente democracia: la violencia, lo perverso, lo prohibido, lo sexual y muchos temas (por entonces) políticamente incorrectos.


A fines de 1991, luego de que se vendiera el sótano de la calle Venezuela, una segunda camada de actores (entre los que se encuentran Alfredo Casero, Marcelo Mazzarello, Mariana Briski y Carlos Belloso, entre otros) abrió un nuevo Parakultural en un galpón de la calle Chacabuco al 1000, en el barrio de Monserrat. Para ese entonces el mítico emblema de la contracultura ya había devenido en institución, y fue aún más sorprendente que Urdapilleta aceptara ese mismo año obras clásicas e instituidas como “Hamlet” o “La guerra de los teatros”, bajo la dirección de Ricardo Bartís, en el teatro San Martín. Su recordado Polonio le valió el primer premio ACE y también una nueva consideración por parte de un sector de la crítica y el público que había estado ajeno a sus trabajos anteriores.

Ese mismo año murió Batato, no sin antes reprocharle ese trabajo a su amigo, objetándole que ése era el tipo de teatro que nunca habían querido hacer y diciéndole que era un traidor. “A mí me importaba un carajo ser traidor. Era lo que quería hacer. Yo no separaba ese teatro de lo otro. No decía ‘esto es teatro serio, lo otro no’”, contaba Urdapilleta en esa oportunidad. Ese mismo año, también, debutó en la televisión con un sketch junto a Tortonese para el programa “El palacio de la risa”, de Antonio Gasalla.


Desde entonces, nunca abandonó la actuación más “comercial” (en el sentido que se refiere a ámbitos consagrados o más “clásicos” que el del Parakultural). En 1996 trabajó con su maestro Augusto Fernandes, quien lo dirigió en el protagónico de “El relámpago”, de August Strindberg, papel por el que ganó nuevamente el ACE. Luego hizo “Martha Stutz”, de Javier Daulte, y “Almuerzo en casa de Ludwig W”, de Thomas Bernhard, dirigido por Roberto Villanueva, ambas en el teatro San Martín. Y en 2000 encarnó a Adolf Hitler en “Mein Kampf “(una farsa), de George Tabori, dirigido por Jorge Lavelli, que le valió el premio Trinidad Guevara. Sin embargo, tampoco abandonó el teatro independiente, y a la par de esos trabajos hizo “Carne de chancha” en Ave Porco y luego “La moribunda” en Morocco, ambas con su inseparable compañero Tortonese.


Además del teatro, Urdapilleta brilló en televisión: hizo “Tumberos”, de Adrián Caetano, que le valió un Martín Fierro como mejor actor de reparto por su personaje de El Seco, y “Sol negro”, de Alejandro Maci, entre otras ficciones. También en cine, donde se destacó, entre otros trabajos, en “Adiós querida Luna” (Fernando Spiner, 2003), por la que recibió el premio al mejor actor en el Festival de Cine de Mar del Plata, y “La niña santa” (Lucrecia Martel, 2004).


Además de un gran actor, Urdapilleta fue también un gran escritor, aunque también renegó de eso. Luego de “Vagones transportan humo”, llegó en 2007 el libro “Legión Religión (las 13 oraciones)”, esta vez editado por Ed. Colihue. Era un pequeño cuaderno con monólogos, poemas, relatos y dibujos del artista. Y al año siguiente, Adriana Hidalgo volvió a publicarlo, esta vez con “La poseída”, que además del relato homónimo incluyó otro, “El Papa de Etiopía”. Ambos textos terminaron de conferirle un lugar privilegiado dentro de las letras argentinas. Los tres volúmenes fueron dirigidos por el crítico e investigador Jorge Dubatti, quien además fue su amigo personal y que lamentaba la muerte “del más grande actor argentino de todos los tiempos”.


Alguna vez habló de la muerte, de su propia muerte: había dicho que le gustaría morirse “en una cama grande, cómoda, sin tubos, ni sueros, ni nada médico”. “Con los ojos abiertos, drogado con una poderosa morfina, creyendo que estoy en una casa enorme en el campo donde viví desde los 8 hasta los 10, con toda mi familia por ahí, como si no pasara nada (...). Y que se fuese apagando la luz mientras me voy durmiendo, como el final de una película preciosa, y sin dejar de oír la voz de mi madre.” Un tiempo después dijo que nunca había dejado de ser niño. “A los 60, que es cuando me voy a morir o me van a matar, voy a tener 11.” Tristemente, en ese momento Urdapilleta adivinó su futuro: el gran actor se fue a poco de cumplir las seis décadas, pero siendo un eterno niño que no paró de jugar a ser un teatrista.